Los dias de la creciente
I
El Puente
Corría el mes de junio de 1981, cuando el
viejo puente cedió ante la fuerza de ese generalmente tranquilo río. Recuerdo
que papá una vez me comentó, que él había trabajado como herrero en la armazón
de su estructura de hierro, y la cruz central que lo adornaba en la dirección
de la salida del pueblo, la hizo él.
Llovía torrencialmente desde la noche
anterior, y estaba yo en el liceo Dalla Costa a las ocho de la mañana, en la
clase de Física del profesor Domingo, con el salón medio inundado por el agua
que entraba por las rejillas de las ventanas, cuando nos alertó Clementina, la
anciana bedel de siempre, que había una crecida del rio y que por lo tanto, la
Directora, por protección suspendía las actividades para que nos fuéramos de
inmediato a nuestras casas; por supuesto, la curiosidad pudo más que la razón,
y en cambote, todos los varones nos fuimos a averiguar lo no visto
anteriormente, ya que la ultima creciente, y que arrasó también con otro
puente, con vidas y pertenencias, había ocurrido hacia sesenta años antes.
Estábamos pues los muchachos de la sección,
parados a la altura de la carnicería de los Torres, entre ese olor a humedad y
barro que aun lo tengo presente desde ese día cada vez que llueve duro, y entre
truenos y relámpagos, el techo de teja y zinc de mi casa suena a amplificada
metralla, viendo como cada vez el agua marrón subía y subía mas su nivel, hasta
que sobrepaso el puente. Aun pasaban carros de un lado a otro. De repente
empezó a crujir y moverse esa inmensa armazón de hierro y cemento, y entonces,
ante la mirada atónita de los presentes, en su mayoría mozalbetes liceístas,
arrastrando los cables de las líneas eléctricas fue desprendiéndose hasta caer.
Gracias a Dios ya no habían carros pasando; hacia apenas segundos que el ultimo
osado chófer logró cruzarlo vía La Vega.
Pero también recuerdo, como
incomprensiblemente en mi insensibilidad adolescente, se confundieron en mi
rostro unas cuantas gotas provenientes de mis ojos, con la lluvia que caía. Fue
la tristeza por las tantas veces transitadas a diario del añejo puente, para ir
al Estadio a las inevitables partidas de fútbol.
Tres décadas después, luego que esta tarde
vi las ruinas carcomidas del antiguo Puente “Zumbador”, como un barco
semihundido en el fango, rememoro la fuerza terrible de un pacifico río que se
crece exageradamente cada cuantos ciclos, para reclamar su cauce robado.
El día que nos hicimos solidarios.
II
Cuando la creciente del 81 nos aisló, al
dejar al pueblo sin puentes y carreteras tapiadas con incontables derrumbes, por
unos días, tal vez un mes o mes y medio, nos olvidamos de las clases del Liceo
y de lo que más nos gustaba, el fútbol, incorporándonos desde la mañanita a
diversas tareas de apoyo. Cargábamos y apilábamos las cajas de enlatados que
llegaban, seleccionábamos ropa y zapatos usados, para repartirlos por los diferentes
campos. Pasábamos días enteros, recorriendo a veces una inmensa playa hedionda
a chorroscos y lampreas muertas, y a reses y caballos, que también
semienterrados aportaban la mortecina fetidez de la descomposición.
Pienso ahora, que la tragedia nos trastocó
sin querer, haciéndonos más solidarios, y permitiéndonos ver con una óptica mas
real, las necesidades humanas. Al principio andábamos juntos los de El Recodo:
Ricardo, Daniel, Gumer, Taboto, Mario, Alexis y yo; luego se nos unieron unos
cuantos “panas” del Liceo, creo que Luis, el Pollino, Pablito y Orlando.
Fueron días muy duros por lo no vivido
anteriormente, sobre todo para los jóvenes, que solo sabíamos de la desestimada
fuerza del río a través de cuentos de antes, que en tiempos de “verano”, era un
hilito de agua encharcada que podíamos cruzar, sin prácticamente mojarnos los
tobillos. Más duros para unos que para
otros, duplicados en sus miserias, y que agradecían a chorros, el apoyo
voluntario de unos imberbes, que se aparecían con pesados morrales, llevándoles
unas cuantas sardinas, atunes, diablitos y caraotas de pote que aliviaran el
hambre, botellas de agua mineral que les
calmara la sed, y ropas y mantas para atenuar el frío, y sobre todo una
sonrisa y un poco de alegría en medio del barro y la turbulencia.
Si, encontramos en tantos días de recorrer
campos, casas tapiadas, esqueletos de animales muertos, y mucha gente con
hambre y necesidad de todo. Fuimos a Vega Abajo, por los cerros de Tostós,
subimos varias veces a Las Guayabitas, y caminamos las lomas de arriba abajo y
de abajo a arriba, durante ese más de un
mes de estar aislados por las tres entradas al pueblo, con los tres puentes
caídos, y usando carruchas para pasar de lado a lado a la gente, los alimentos,
medicamentos, e incluso la poca agua potable, ya que el acueducto fue
totalmente deteriorado. Para nosotros era como echarnos la cola y sentirnos en
una especie de teleférico, sin haber conocido antes uno.
Supimos también de familias que murieron
tapiadas por los barrancos que cubrieron totalmente sus casas, e irónicamente,
mientras más pobres más afectados. Por fin entendiamos, para que servían esos
cursos de primeros auxilios que nos daban eventualmente los bomberos y esos
“chamos” vestidos con bragas naranjas y kakis de los grupos de rescate.
A los dos o tres meses, poco a poco, la
normalidad se iba recuperando y la tragedia se iba convirtiendo en un mal
recuerdo, en la medida en que los puentes de guerra colocados de emergencia
daban paso a nuevos puentes fijos, con bases más firmes que las anteriores, así
como por la limpieza de los barrancos,
la construcción de un muro altísimo que frenara el caudal violento por el caso
del bravo río, las promesas de viviendas para los damnificados, y el arreglo paulatino
de toda la infraestructura afectada, el retorno no muy agradable al Liceo a
presentar los exámenes finales, y sobre todo, regresar todas las tardes a las
incansables partidas de fútbol hasta que los últimos destellos de sol permitían
ver el balón de cuadros blancos y negros.
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